sábado, 9 de mayo de 2015

Madrid Centro, una pocilga de colores

Eso es el centro de Madrid en estas fechas y con buen tiempo, un sumidero de porquería visual. Y no me refiero a la porquería propiamente dicha, que también la hay, me refiero a la insípida oferta consumista de la ciudad, a las calles atestadas de gente vulgar que no saben qué hacer con su tiempo, a los palurdos con chalecos amarillos en los que se puede leer el repugnante "compro oro", las infumables casas de apuestas repletas de tipos de mirada turbia y perdida, a la frivolidad de jóvenes disfrazados de payasos caminando con desdén y altanería con sus smartphones en la mano, a los mendigos tirados en el suelo como colillas, rodeados como están de cachibaches y basura y a veces de perros compañeros con el semblante triste y aburrido. Todo eso y mucho más, constituye el menú principal de una ciudad, que parece más un parque de atracciones para borregos que una ciudad propiamente dicha.


Sólo acudir en caso de emergencia o imperiosa necesidad...


La atmósfera reinante es por lo tanto asfixiante, alienante y alarmante. La triple A de un Madrid que se lleva la palma en zafiedad y en turismo zombi. Todo es cutre y cansino hasta la saciedad, y pasear por calles y avenidas se convierte en un verdadero coñazo y una prueba de fe y de paciencia, porque mientras que la mayoría parecen encantados y hasta eclipsados por la estupidez y el influjo babilónico reinantes, un servidor, tan sólo desea terminar con la mayor brevedad posible todas sus gestiones, para salir cagando leches de ahí. Esto, claro está, implica el ir esquivando y sorteando a decenas de empanados mentales que se arrastran con total parsimonia y dejadez, como si se encontrasen en una playa de ensueño de las Maldivas. Sin embargo, no están en una isla del Índico, pero si en un gran nodo del globalizado sistema depredador, caluroso y pegajoso, contaminado, ruidoso y cuajado de coches. En definitiva, un lugar asqueroso y aburridamente homogéneo. Un lugar que parece concebido para idiotas.


Estos mamarrachos suelen estar por todas partes. Nunca me han caído bien esta clase de fulanos ni los amos para los que trabajan. En cierta ocasión uno de ellos resultó ser marcadamente violento hacia mi persona.


Si uno decide movilizarse a la cloaca urbanita en vehículo privado, sólo conseguirá estresarse aún más, o bien perder directamente los estribos, como suele ser mi caso. La mayoría de los zombies no sabe conducir y son exageradamente torpes o culos, contribuyendo así a empeorar el tráfico. Si por el contrario nos decidimos decantarnos por el transporte público, las cosas tampoco mejoran significativamente. Desde que el poder neoliberal ha apretado un poco más las tuercas de su "Granja Humana", el precio de los billetes, tanto de suburbano como de autobús, ha crecido un 50%, por lo que desplazarse al corazón de babilonia puede resultar más costoso que en coche o moto. Además, en el caso del metro, se ha reducido la plantilla de trabajadores, y con ella el servicio ha perdido calidad y se ha deteriorado notablemente. Lo que antes equivalía a una espera de 3-4 minutos, ahora se ha convertido en una de 8-9, pues el número de trenes también ha menguado. Esto supone que vayan hasta arriba en hora punta y no tan punta, como si fuesen vagones repletos de ganado lanar, con las consecuentes y subyacentes incomodidades: atmósfera cargada y en ocasiones pestilente, aires acondicionados rotos, esperas en estaciones cada vez más frecuentes y la imposibilidad de sentarse, así como el riesgo asociado de poder contagiarse de virus y bacterias ajenas. Toda una atractiva y sugerente opción de traslado, como pueden ver.


No, no es una porqueriza. Es el metro de los madrileños.


Por lo tanto, al final, uno termina cogiendo el coche, aunque tenga que bajarse los pantalones hasta las rodillas para que los vampiros del ayuntamiento puedan seguir recaudando toneladas de euros gracias a sus ignominiosos parkímetros cada día, cada hora y cada minuto, esos postes fríos y tecnocráticos, enraizados por doquier. También aquí, han decidido joder todavía más al personal. Si antes bastaba con pagar, ahora la dichosa maquinita te pide hasta la puta matrícula y el horario se ha ampliado una hora más. Y que no nos cuenten milongas con la diferencia de tarifa en función de las emisiones de cada vehículo, cuando ninguno de los autobuses que circulan por la capital funcionan con gas natural, como rezan sus estúpidas y mentirosas pegatinas,o cuando falsean los datos de partículas contaminantes que miden las estaciones meteorológicas, o directamente, las cambian de lugar, como sucedió durante el reinado de Gallardón. Como pueden ver, es todo una estafa de proporciones ciclópeas, y al final para nada, pues Madrid no solo te chupa hasta el último pecunio, además,  mata lentamente.


Los jardines del buen Retiro, un lugar que en fines de semana, ahoga.


Mientras escribo estas líneas, ya estamos a sábado. Dentro de unas horas, uno de los pocos lugares que todavía conservan la pureza y la salud ambiental en la región, será invadido por miles de seres asfixiados, neo-esclavos que huyen precisamente del nicho urbano que pudre su salud y sus vidas de lunes a viernes. Estoy hablando de la Pedriza, santuario de vida entre semana, reconvertido en otro parque del Retiro más, los sábados, domingos y festivos. Quien decida, no obstante, ir durante estos días, se encontrará con una procesión de coches, y si consigue acceder, no encontrará la calma y el sosiego deseado más que en las alturas más escarpadas, acompañado por los buitres. 

Sé de lo que hablo, por desgracia, pues llegada la nueva semana, cuando por fin me dejo caer por aquellos parajes, no dejo de recoger plásticos, latas o botellas, como tampoco dejo de asombrarme con las nuevas pintadas que aparecen ensuciando las rocas graníticas y milenarias de lo que todavía es considerado un paraíso. Ni más ni menos que los desperdicios pre-humanos generados por otros desperdicios pre-humanos, los mismos que se pasean con la baba colgando, sin preocuparse de sortear los regueros de pis y porquería que a menudo se encuentran por las calles de la Montera, Mayor, Preciados o Gran Vía. Y no se preocupan, porque forman parte del mismo despropósito, del mismo caldo de cultivo infecto en el que un día decidieron convertir sus banales existencias. Despierten señores.

lunes, 4 de mayo de 2015

Liceo Francés de Madrid: Los años terribles

Esta mañana, ojeando la prensa en Internet, me he topado con una noticia que me ha llamado poderosamente la atención, merced a un remoto pasado personal, turbio y siniestro, que me conectaba indefectible e inevitablemente con dicha noticia. Y esta no podía ser otra que la del sempiterno y trágico, para quien ha de sufrirlo, Bullying escolar. Resulta que éste deja más secuelas que el propio maltrato de un adulto, a raíz de las conclusiones establecidas por una investigación reciente. Desgraciadamente, yo fui víctima de bullying durante varios cursos, y por qué no decirlo, también del maltrato de un adulto en el mismo colegio en el que padecí los insultos y las vejaciones de otros compañeros. Todo ello me coloca en una posición de privilegiada y experimentada víctima a la hora de dar mi opinión acerca de este drama social que ya se ha cobrado un sinfín de enfermedades y trastornos mentales, y también un buen puñado de víctimas mortales en este país.


Hoy, muchos años después, tengo la mala fortuna de vivir enfrente de otro repugnante colegio, cuya sirena parece la de un campo de concentración. El griterío de los niños y la puñetera sirenita no dejan de recordarme aquellos oscuros tiempos.


Para empezar, he de decir que yo nunca le tuve demasiada simpatía a los colegios. Desde la más tierna infancia, estos centros de adoctrinamiento mental al servicio del sistema capitalista, siempre me generaron temor y desasosiego. Jamás comprendí, porque no es natural, que un niño deba de permanecer encerrado en uno de estos lugares durante interminables jornadas, sin posibilidad de correr en libertad o de aprender mediante el uso de otras técnicas de enseñanza  más saludables y menos coercitivas que las que tratan de imponerse en el sistema educativo actual y tradicional. En mi caso, soy partidario de una educación basada en la experiencia in situ (trabajos de campo) y a ser posible en un entorno no artificializado, una educación que se incline en el entendimiento de las cosas antes que en su memorización forzosa y cuya evaluación sea contínua y no fundamentada en angustiosos e injustos exámenes o controles que generan gran ansiedad y estrés celular, a una edad en la que el estrés sólo debería de aparecer en los cuentos para adultos. Lamentablemente, esto no sucede así, y la consecuencia lógica ha terminado derivando en una educación desastrosa y a todas luces ineficaz, con  un elevadísimo índice de abandono escolar y unas cifras de acoso escolar en alza, para un problema que lejos de desaparecer, da muestras de estar cronificándose.

Todo esto, debieron de pensar mis pobres progenitores, se vería al menos mitigado en uno de los colegios con mayor prestigio del mundo, y en aquél entonces, los lejanos años 80, este era, al menos en la ciudad de Madrid, el Liceo Francés. 100.000 pesetas trimestrales de la época, suponían los honorarios que éste elitista centro de reclutamiento de futuros profesionales al servicio del sistema, demandaba por sus alienantes servicios. Recuerdo mi primer día, aunque sólo tuviese 6 años de edad, como el momento en el que una parte de mi infancia moría para siempre, y sentí una intranquilidad inquietante nada más bajar del flamante Ford Taunus de mi padre. La mañana era fresca, casi otoñal. Durante el trayecto que me conducía a mi nueva realidad, pude ver a través de la ventanilla del coche como un pastor jaleaba a sus ovejas en donde hoy se encuentra ubicado el centro comercial Dreams de la calle Silvano. Al instante, sólo desee caminar al lado de ese buen hombre, y me hubiere bajado del coche en marcha para unirme a él, de saber lo que me iba a deparar el destino.


Mapa del recinto carcelario. A pesar de todo, había una gran cantidad de espacios verdes, algunos de ellos apartados y solitarios, generalmente los más salvajes y tupidos, lugares donde uno podía escapar y rendirse al amor de la madre naturaleza para emanciparse momentáneamente del yugo.


Por aquél entonces, la M 40 todavía no existía, y los alrededores del liceo no eran sino campiñas, a excepción del barrio obrero de Canillas, al norte del recinto, y las pudientes viviendas del Parque Conde de Órgaz, en su vertiente sur. Extraña dicotomía la de este centro, ubicado entre dos mundos diametralmente opuestos y enfrentados.

De mis dos primeros años, apenas tengo recuerdos, pero lo que sé es que fueron tranquilos y hasta agradables. Llevé una existencia medianamente normal para un niño de mi edad, gracias también a los inestimables cuidados de Angelita, una señora mayor entrañable y voluptuosa y con un corazón aún más grande. Este período es el conocido como la “Maternelle” o último oasis de paz y tranquilidad antes del páramo de dolor y de quebraderos de cabeza que suponía el cambio de patio y el comienzo del final de la inocencia. Una inocencia interrumpida de manera violenta y desproporcionada. Fue en “huitíeme”, el equivalente a cuarto de EGB, cuando empezó mi particular transitar por las sendas del infierno. Un infierno que a los 9 años de edad, sin apenas defensas u experiencia de la vida, supuso una quemadura intensa y de tercer grado en la conciencia directa y más adelante una lesión permanente en el subconsciente. Resulta fascinante la capacidad de un niño para olvidar acontecimientos traumáticos a esas edades, pero el tiempo no perdona y tarde o temprano, la mierda acaba por aflorar. Quizá, cuando ya es demasiado tarde o quizá cuando el culpable ya se encuentra lejos y a salvo de sus propios crímenes.


Estos jardines, separaban el segundo patio o "L'école elementaire" con el tercero o "Collège". Siempre pensé que más allá me esperaría una pubertad fascinante, con chicas y pandilla de amigos, cada vez que los vigilantes nos impedían aventurarnos más allá de la enfermería. Nada sucedió como esperaba. Mi último y mejor año fue una extraña anomalía entre dos períodos lluviosos. Tenía 10 años.


“Volar por los aires”, hubiere sido un interesante título para la película que me tocó protagonizar una y otra vez durante aquél interminable curso, en el que la educación de 30 niños fue puesta en manos de un tal michel, un enfermo mental, por no decir un perfecto sádico o un hijo de la gran puta pelo cepillo rubio, de unos 35 años, de gesto acartonado y mirada turbia. Y digo volar por los aires, porque no había semana en la que este sujeto no me levantase por el cuello de la camisa y chillase a 10 centímetros de mi rostro, para terminar lanzándome por los aires sin importarle el donde o el cómo aterrizase. El espanto se adueñó de la pequeña comunidad infantil en pocos días, y las sonrisas y despreocupada algarabía propias de la edad, dieron pronto paso a un silencio espectral dominado por el pánico, sólo interrumpido por los alaridos de aquél sujeto y los lloros de los más débiles. Nunca sabré por qué terminé siendo su favorito, pero al menos, y sin quererlo, serví de chivo expiatorio y le ahorré un importante sufrimiento a muchos otros compañeros, que respiraban aliviados cada vez que este cabronazo decidía sacarme a la pizarra (todos los días), para darse un festín de inusitada maldad. Jamás olvidaré un día que confirmó la excepción a la regla. Era un día oscuro, de nubes amenazadoras, y el tipo daba más miedo que nunca. Me llamó para que saliese a solucionar un ejercicio de matemáticas y, milagrosamente logré soltar el miedo por unos instantes, resolviendo la suma. Me giré para esperar su reacción, se hizo el silencio más penetrante y mirándome divertido soltó un "Tu as eu de la chance aujourd'hui". ¿Se puede ser más hijoputa?

Cómo es lógico, el miedo bloquea a un ser humano, y si éste es además un pobre niño, el terror acaba dominándole por completo. Sólo así se explica que durante casi un año, ninguno de nosotros tuviésemos el coraje o la valentía necesaria para comunicarle estos imperdonables agravios a otros adultos, entre los que se incluían, por supuesto, nuestros propios padres. Y de ello, este cabrón desalmado era perfectamente consciente, pues se encargaba de meternos la peor de las dosis los viernes por la tarde, justo la víspera del fin de semana. Con esto se aseguraba el dejarnos lo suficientemente traumatizados hasta el lunes de la semana siguiente. Aún recuerdo a más de uno orinándose de miedo antes de aquellas fatídicas horas de 3 a 5 de la tarde, nada más oír la sonnerie.


La violencia física y verbal fueron, como no podía ser de otra manera, en aumento, acompasada seguramente con el creciente desequilibrio mental del ignominioso personaje. Hacía mediados de mayo, la situación alcanzó un punto álgido, cuando su objeto fetiche, es decir, yo mismo, fue arrojado al suelo y pisado en la cabeza por su bota, mientras decía “duerme ahora que toda la clase te ve”. Sólo recuerdo sentir una enorme presión sobre mi cabeza y las lágrimas en el rostro de Andrea, la alumna más brillante de aquél desafortunado grupo, que veía en primera fila y con impotencia cómo su compañero más vulnerable y débil era humillado y vejado por un adulto, que a priori, debía de velar al menos por nuestra integridad fisica mientras él estuviese al cargo.

Pero no terminaban aquí las extravagancias de este profesor. Poco después decidió lanzarle a la cara a uno de mis mejores amigos, Gorka, todo un ramillete de llaves, una verdadera arma arrojadiza de considerable peso y dimensiones, que fueron a impactar directamente en su rostro, provocándole una copiosa hemorragia nasal. Además, durante todo aquél curso y seguramente con objeto de dulcificar su implacable y violento trato, fuimos obligados a cantar en alto el cumpleaños feliz de cada uno de nosotros en árabe, francés y español, para después salir a la palestra y plantarle un beso al monstruo. Todavía recuerdo la acidez que desprendía su sudada tez morena, el orificio de su mentón y la montura de aquellas gafas de pasta que le hacían la cara aún más cuadrada y el gesto más hosco. En cualquier caso, aquella maquiavélica ceremonia ponía de manifiesto la retorcida personalidad de este hombre.

A raíz de aquellos acontecimientos, parece que la situación empezó a escapársele de la manos al criminal de niños. Poco después, anunciaba su marcha a Francia, a otro liceo, lejos de nosotros, pero cerca de nuevas víctimas. Hoy sé que fui su víctima predilecta, y el único motivo que él podría esgrimir para justificarse, es que yo “estaba en la luna”. Quizá no estaba en la luna y sólo construí una realidad alternativa paralela a mi pesadilla. Quizá sólo era un niño con demasiada imaginación y con un déficit de atención derivado de la misma. En cualquier caso, esto carece de importancia. El sistema trata de uniformizar. Antes, a los niños “especiales” se les marginaba, se les hacía pasar por idiotas o inferiores y en el peor de los casos, se les agredía. Hoy, todo aquél que presenta una particularidad, ya sea un déficit de atención o una hiperactividad, acaba siendo medicado o tildado de enfermo. Lo que nunca sabrán o prefieren no saber, es que estas particularidades o excentricidades en el comportamiento de un niño, son los rasgos de una personalidad artística o de una sensibilidad especial.

En cualquier caso, ambas facetas inherentes son enemigas acérrimas del sistema y del orden de valores imperante en la sociedad, a tenor de lo que puede verse en este mundo de mierda que hemos creado a pulso y a conciencia. En mi caso, no sé qué hubiese preferido, si antidepresivos o palos. Tampoco pude elegir.




Pasamos entonces a la segunda etapa de mi paso por el Liceo, un año extraño o sabático (5 de EGB) o el equivalente a septième (en el sistema francés el orden es regresivo y sólo coincidía “sixième” con sexto de EGB) en el que pude experimentar de nuevo la calma tras la tempestad. Aquél año hasta tuve mi primer amor, y consolidé lazos muy profundos con algunos amigos. Esto no es de extrañar, después de pasar una experiencia que nos despertó a los rigores de la vida y el infortunio mucho antes de tiempo. Pero la maquinaría escolar dio otro giro de tuerca más: sin casi darme cuenta, había estado convaleciendo del espantoso año anterior y apenas volvía a ser feliz, cuando llegó septiembre de 1992 y el momento de abandonar primaria y de abordar la secundaria o “Collège”. De nuevo, cambio de patio y de edificio, pero esta vez, compartiendo hábitat con los mayores, es decir, hasta troisième o el equivalente a primero de BUP. Es durante estos 4 años cuando me toca sufrir el bullying. Para un chavalín poco desarrollado para su edad, con gafas de culo de botella y una timidez y seguridad en sí mismo que ya venía mermada y vapuleada, el panorama se anunciaba desalentador y muy oscuro. 

Para colmo, el nuevo patio contemplaba nuevas normas. Se terminaban los tiempos de la clase única y de las amistades enhebradas durante los años anteriores, pues automáticamente fuimos separados y además las asignaturas se celebraban en aulas diferentes, independientemente de la clase o curso, surgían las taquillas y también el caos de los primeros días, todo ello rodeado de cabezas más altas que la tuya. Tuve la mala suerte de recalar, como no podía ser de otra manera, en la peor clase de todo el curso.El primer recibimiento fue una agresión con un palo, cuyo impacto me dejó seriamente lesionada una mano durante un tiempo.

A partir de entonces comenzaron 4 años de acoso irregular por parte de algunos matones imberbes. Mi suplicio, por lo tanto, empezaba desde primera hora, para no terminar hasta las 6 de la tarde, hora en la que, en plena oscuridad, salíamos del centro con una mochila más grande que nuestro propio cuerpo, cargados de una interesante dosis de deberes obligatorios que en ocasiones se prolongaban hasta la medianoche. Porque,  si no le he comentado con anterioridad, la carga lectiva que tuvimos que soportar era verdaderamente extraordinaria y absolutamente desproporcionada, y la competitividad que la institución pretendía inocular en los alumnos tan sólo fagocitaba aún más el temor al fracaso y la ansiedad resultante de dicho temor, en quienes no supimos o pudimos adaptarnos al nivel requerido. Durante aquellos años no sólo tuve que lidiar con amenazas y vaciles, también tuve que sobreponerme y sacar adelante toneladas de mierda lectiva. Muchos años después volví a toparme con uno de los tipos que me vacilaba y resultó ser un tipo totalmente transformado y hasta diría que buena persona, porque hasta él terminó marchándose antes de tiempo, medio expulsado, y probablemente le llegase su via crucis particular en otro centro. La ley del Karma, claro está.


Zonas ajardinadas próximas a la puerta 4 o entrada principal. Por aquí deambulaba yo en la época final, buscando la tranquilidad que me ofrecía el canto de los gorriones y el sol primaveral reflejado sobre los rosales.


Podría decirse que en las postrimerías de aquellos años, antes de dar el salto definitivo al último patio “Lycée” (segundo de BUP hasta COU), ya soportábamos una intensidad académica sólo comparable con el nivel exigido en una universidad. Y he de ser claro si afirmo que para alcanzar este nivel, es necesaria una tranquilidad y una seguridad en uno mismo también al más alto nivel, algo que en mi caso, brillaba por su ausencia. De lo contrario, el fracaso estaba más que asegurado.

Sin saber muy bien cómo (y tras unas terribles neurósis obsesivas que padecí durante el estío, de resultas de la presión académica y los abusos, y que recuerdo con verdadera angustia) logré acceder a segundo de BUP o séconde (el patio de los más mayores o patio final), sumido en un estado psicológico deplorable, y es aquí donde el despropósito alcanzó sus más elevadas cotas. Para empezar, fui a caer en la peor clase de la historia del liceo (130 avertissements) o avisos graves, acumulamos entre todos en la conocida 2º 7. Hasta el Proviseur, cargo inmediatamente superior al de director y virrey de todo el complejo (vivían y viven dentro del liceo), tuvo que personarse en clase para intentar atajar, infructuosamente, el brote de rebeldía que parecía haberse adueñado de todo el grupo: Burlas a profesores, algún vandalismo que otro y salidas de tono agresivas, aderezaban un nivel académico exigido que por aquél entonces, ya estaba a años luz de mis posibilidades en aquél momento, pues se esperaba de nosotros que con 15 años ya fuésemos capaces de hacer recensiones perfectas de las obras literarias más importantes de la literatura francesa, las famosas “Dissertations”. Jamás logré sacar más de un 3.

He de admitir que toda aquella mofa concentrada hacía el sistema educativo, realizada con más o menos arte por mis compañeros de aquella histórica clase de 1997, me supuso unas buenas dosis de carcajadas, y hasta contribuí en algún altercado, justo en el momento en el que comenzaba a pegar el estirón. En cierto modo, fue un soplo de aire fresco después de tanta basura.

Llegó, por lo tanto y como era de esperar, el hundimiento académico y tuve que repetir curso. Mi último año en el Liceo, 1998, fue la consecuencia final de una suma de injusticias, un socavado amor propio y el recuerdo de la indiferencia y marginación más completa durante años por parte de muchos, a excepción de unos pocos amigos, aunque he de reconocer, que al final salí mejor parado de lo que pensaba. De aquellos pocos amigos, tan sólo he mantenido amistad con uno de ellos, mi amigo Jorge, hasta el día de su trágica muerte en República Dominicana hace casi dos años. El también padeció, junto a mi, a nuestro particular monstruo de la infancia. Vaya desde aquí, el recuerdo a mi amigo.

1998 Fue también la época en la que la crueldad de un sistema educativo que en ocasiones parecía casi niestzcheano, estaba alcanzado su climax, (pocos años después, lo alcanzaría, hacia el 2000, y al parecer hubo graves altercados con la llegada de una directora rubia muy autoritaria) y caía con aplomo sobre un personaje rebelde, con causa y hastiado, pero indiferente y al cual ya no le importaba absolutamente nada. Merced a un incipiente pero notable desarrollo físico y muscular, hay que decir que trabajado, por fin dejaron de importunarme, y hasta hice algunas amistades, con ese rollito de ser el repetidor. Me dejé crecer el pelo exageradamente y adquirí una actitud huraña, haragana y mofesca, perdiendo totalmente el interés por todas las asignaturas y por mi propio destino. En cierto modo, fue una especie de redención, pues ya no me veía obligado a rendir cuentas ni a esforzarme un ápice por nada ni por nadie, en un lugar que, además, me había sido hostil desde que puse un pie en él. Me había ganado mi salida de aquél infierno y ya sólo tenía que mantenerme en espera de la expulsión definitiva o lo que educadamente prefirieron llamar “reorientación al sistema educativo español”.





Pero como digo, fue entonces cuando toda la crueldad de los profesores (a excepción del monstruo) parece haberse concentrado hacia mi persona, lo cual, como digo, me resbalaba sobremanera. Por lo general, en varias materias era directamente expulsado al patio, antes de que hubiese comenzado la clase, en un ejercicio de segregación social o apestamiento público sin precedentes. Esto sucedió varias veces en la asignatura de ciencias económicas, lo cual me otorga especial mérito y profunda satisfacción el empezar a demostrar mi desprecio hacía la babilonia financiera desde tempranas edades.  

Otros, como el tutor del curso y profesor de francés, el gurú de las infumables dissertations, un tal monsieur Guichard o Guicho, una especie de cerdito acobardado y sudoroso, optaban por entregar los exámenes en un orden decreciente en las calificaciones, dejándome a mí para el postre final. Llegado el momento, arrojaba con desprecio el examen sobre mi mesa y se le llenaba la boca con un denigrante y bonito discurso acerca del futuro miserable que me esperaba. En una ocasión, me obsequió con un “tu futuro te espera debajo de un puente”, y se quedó tan ancho el desgraciado, mientras yo le miraba con sorna y fijamente a los ojos, curtido como estaba ya por años de sucesivas infamias. 


A partir de 1995, si mal no recuerdo, decidieron incorporar en las notas una gráfica, en la que se veía el nivel del alumno con respecto al del resto de la clase. Otra degradante frivolidad más, por si no había ya suficientes. 


Sin embargo, aún hay más, y esto sí que forma parte de un recuerdo para enmarcar en los anales de la frivolidad más obscena. El día en que se me comunicó que iba a abandonar el centro, fue el propio director de estudios, un soplapollas conocido como M. Roca, quien me ofreció la posibilidad de pasar de curso, nada menos que a “première”. Asombrado, y sabiendo ambos que repitiendo curso había suspendido absolutamente todo, exceptuando Lengua y Literatura castellana (la única profesora, Arevalillo, que supo valorarme y defendió en las postrimerías de mi salida del liceo), le pregunté que como era eso posible. Su respuesta fue que no les importaba que pasase de curso y que de este modo terminaría hundiéndome por completo. Afortunadamente, pude elegir, y la alternativa pasaba por un aprobado general y perder de vista aquella cloaca y a aquella gentuza para siempre.



Mi carta de libertad, que os muestro con gran orgullo y satisfacción.


El último día, y sin saber por qué, se me ocurrió subir al despacho de aquél profesor regordete y sudoroso que intentó humillarme en tantas ocasiones. Acudí al él con el semblante templado, propio de un hombre recién liberado, y le tendí la mano. Me miró con desconfianza y, tembloroso y no menos sudoroso, sólo pudo decir “Bonne chance” al tiempo que correspondía a mi cortesía con un asqueroso, húmedo y febril apretón de manos. El muy capullo, me había cogido miedo, y yo, salía del liceo convertido en un nuevo capullo. Me esperaban los maristas y los curas champanianos, pero eso ya es otra historia, que seguramente también contaré.