martes, 20 de mayo de 2014

Edimburgo: Viaje al infierno

Recuerdo cuando llegué a Edimburgo, una gélida tarde de diciembre, hace ya más de tres años. Fue un impacto, he de admitirlo, bastante desagradable y totalmente inesperado. No sólo por el espantoso frío septentrional, que caía como un pesado y húmedo manto sobre la ciudad, sino porque pronto comprendí, que también lo hacía sobre sus habitantes, sus existencias, sus mentes y sus corazones. La gente allí estaba hecha de otra pasta, más apagada, mohecína, opaca. De esto último, uno se da cuenta pronto, cuando observa la vida cotidiana con cierta sensibilidad y espíritu crítico. Inevitable la comparación, por otra parte, de un recién llegado venido del lejano desierto de hispanistán. 


Lo primero que vi, fue aquella estúpida Noria y la bandera ondeante del Reino Unido sobre mi cabeza. Casi al instante me empecé a preguntar qué demonios estaba haciendo en aquél rincón del mundo. Sin embargo, lo que jamás olvidaré, fue la música que sonaba en la feria en aquél momento, así como su letra: "She is a monster, beautiful monster, beautiful monster, but I don´t mind". Quizá toda una declaración de intenciones, a juzgar por la gran cantidad de jóvenes sintéticas de escultural porte, frívolas, superficiales y desnaturalizadas, que había por allí, producidas, cómo no, a la sombra y tutela de no se sabe que monstruosidad de la ingeniería social de nuestros días... 


Hoy por hoy, podría casi asegurar que me resulta del todo indiferente una cultura urbanita (la hispana) que otra (la anglosajona, en este caso), dada las estrechas similitudes que parecen compartir, merced a un proceso globalizador  eugenésico, homogenizante y empobrecedor, pero en el año 2010, el juego de contrastes entre ambas era todavía susceptible de realizar un jugoso análisis comparativo. Del país festivo, corrupto, sucio y cálido del sur, pasaba a otro cuasi fantasmagórico, más orweliano, oscuro y congelado, de relaciones impersonales y esquivas, de frías miradas y aberrante soledad. Por lo demás, lo que ví y sentí, fue una incapacidad aberrante para relacionarse, una frivolidad muy preocupante y una elevada dósis de Gran Hermano  que se dejaba sentir a través de miles de cámaras dispuestas por toda la urbe, en cada esquina, en cada cornisa, en cualquier parte, realizando una labor de vigilancia que, dada la escasa conciencia y la abulia zombie de la población, me pareció algo realmente estrafalario y del todo innecesario. De la comida,  mejor ni hablaré, ya que todavía no he sido capaz de recuperarme del susto que supuso el descubrir que existen uvas sin pepitas, siendo el fruto de éstas al parecer transgénicas vides, lo más saludable que me encontré por aquellos lares.


En centros como este se pueden adquirir todo tipo de venenos para la salud, como las famosas uvas sin pepitas.


Como es de suponer, del sopor inicial pronto muté a un terror existencial, al cerciorarme de que Edimburgo no era esa ciudad medieval cercana y con encanto que muchos me habían pintado, y que el poco encanto que pude encontrarle fue durante las madrugadas, cuando todo hijo de vecino se encontraba ebrio en cualquier tugurio (es la ciudad del mundo con más bares por metro cuadrado), mientras yo caminaba sin rumbo por las glaciares y desiertas avenidas de la ciudad, parques, colinas, riachuelos y demás universos ocultos que aguardaban impacientes la llegada de un lobo estepario dispuesto a dejarse seducir por estos raros y poco mundanales placeres.

He de reconocer que durante aquellas noches, y sumido en la más absoluta soledad, fui capaz de desvelar para mis sentidos el auténtico espíritu romántico de la ciudad, hundiéndome en la nieve hasta las rodillas en sus cementerios, trepando el montículo de Calton Hill y pensando en los días felices del almirante Nelson, al tiempo que mis ojos se perdían en el intrincado laberinto de humeantes azoteas de pizarra que constituían ese elevado nivel de la ciudad, cuyo imaginario visual aún correspondía sin lugar a dudas al del Edimburgo del siglo XIX. Otras noches, me aventuraba por callejones olvidados del centro o paseaba cual espectro por los barrios residenciales, con los pies ateridos por el frío, investigando, siempre oculto y silencioso, observando la luna o arrancando las estalactitas de hielo que colgaban petrificadas de los semáforos.


En lugares como este, lograba alcanzar la paz y el sosiego que la vida urbanita de la ciudad me negaba en todo momento. Como siempre, la naturaleza y la observación del conjunto de todas las cosas desde una posición elevada, le otorgan a uno una visión introspectiva de las actividades humanas y una perspectiva diferente de la vida.


Algunos tontos me acusarán de rehuir de una responsabilidad auto-impuesta, de vivir la noche y escapar de la luz del día, de amilanarme y no enfrentar la realidad social y laboral de aquella ciudad, pero lo cierto es que poco importaba que fuese noche o fuese día, cuando rara vez se filtraba algún rayo de sol en las cuatro escasas horas de iluminación grisácea diurna. Puestos a elegir, sin duda prefería la quietud y esa calma congelada de los momentos nocturnos, al desfile de muertos vivientes diario dejándose caer por Princess Street, Lothian Road o cualquier otra de las grisáceas avenidas principales, salpicadas todas ellas de  de una explosión de franquicias de comida basura y firmas de moda estúpida, así como de tiendas de souvenirs para deficientes mentales. En efecto, y hace poco me lo confirmó un escocés: "Edimburgo es una ciudad eminentemente turística y carente de vida o autenticidad, vete a Glasgow". Monumental e interesante, no digo que no lo fuere para el turista, pero pasar en ella más de dos días empieza a rayar el absurdo. Quedarse a vivir en ella, la locura o la estupidez, al menos, en el invierno..


La iglesia-hostel de Belford Road, gestionada por auténtica gentuza, en la que tuve la mala suerte de dar con mis huesos.


Prueba de ello, la encontré en las dos comunas o pandas de españoles con quien tuve el infortunio de encontrarme: los primeros, parasitando una iglesia reconvertida en hostel, liderados por un aborrecible gusano malagueño enganchado a la nieve, un tipejo despreciable y zafio que se divertía en sus correrías nocturnas, las cuales hoscamente protagonizaba, provocando a todo aquél que se cruzase en su camino, en particular si el transeúnte era escocés .

Los segundos, algo más discretos y educados, pero igualmente perdidos y adictos a la quetamina y a un hachís (que al olfato era como el pedo de un polo químico) de forma obscena y autodestructiva. Sus puestos de esclavos laborales no eran mucho mejores:  friegaplatos, cocineros de sushi (este resultó ser el más gilipollas), camareros de Burger King y otros puestos de neo-esclavo por el estilo.

A ambas comunas, les produje un rechazo casi inmediato, de lo cual, y con la perspectiva del tiempo pasado, me siento ahora tremendamente orgulloso. De como me libré de ellos, es otra historia, aunque si reconozco que en los dos casos recurrí al clásico esquinazo. No sé cuanto tiempo llevarían allí o cuanto programaban permanecer, pero daba la sensación de que su estancia no fuese más que la afanosa búsqueda de una lenta autoeugenesia mental, corporal y espiritual. Yo estuve 20 días, y ahora sé que no volveré nunca, ni en verano, por si acaso.


La joya de la corona para muchos. Una arriesgada forma de escapar de la oscuridad invernal en la capital de Escocia.


Por fortuna, aunque no toda la gente que conocí allí resultó ser del todo prescindible, o bien sus vidas, o bien las experiencias que vivimos juntos, fueron, también, grotescas. Fue el caso, por ejemplo, de dos simpáticos iranís con los que iba a tener la oportunidad de disfrutar o padecer de una velada festiva en una de las salas más de moda de toda la ciudad. La cosa se hacía soportable, hasta 10 segundos después, (aproximadamente el tiempo que tarda un humano en convertirse en zombi), de haber penetrado en dicho local. "Mood", creo que se llamaba, lo mismo da. El caso es que por enésima vez volvieron  a saltarme todas las alarmas, cuando todo lo que pude ver en aquél tugurio fue una ingente proporción de Barbies sintéticas y presumidas, y mamarrachos altamente alcoholizados con camisas y polos de firmas de moda deportiva de béisbol y  soccer, apretujados en una tiñosa masa humana.

No quiero pecar de prejuicioso, claro que no, pero cuando toda la actividad de estos energúmenos se limitaba a, en el caso de las féminas, bailar como auténticos demonios lascivos y lujuriosos para despertar los más bajos instintos de los masculinos asistentes a tan cochambroso evento (la música, como era de esperar, una auténtica bazofia electrónica y comercial), y en el caso de dichos tipos, a beber como cosacos para caer derrumbados o terminar sacudiéndose en la calle, daban ganas de salir cagando leches de allí. No bailé, no bebí, solamente observé y escuché, y doy fe absoluta de que fui incapaz de ver a dos personas, fuesen del sexo contrario o no, cruzar una sola frase con sentido. La comunicación brillaba por su ausencia, y todo intento de relacionarse terminaba ahogado en un bufido, un grito, una mueca estúpida y un sinfín de empujones. Estoy prácticamente convencido, de que los primitivos de Atapuerca lo hubieran hecho significativamente mejor.

Así que allí se quedaron los dos pobres diablos del golfo pérsico, anonadados, perplejos, en silencio, rodeados por un circo de idiotas rebozados en cosméticos, alcohol y una nube de mil feromonas tóxicas, sin saber qué hacer o cómo actuar, mientras yo les obsequiaba con una despedida a la francesa. Seguro que todavía hoy seguirían sin poder descifrar cómo ligar o como entablar conversación con alguien en aquél agujero. Quizá, vomitándole en el escote a cualquiera de las princesas plastificadas que por allí se paseaban.




Para finalizar, y de camino al asqueroso hostel, me topé con 5 especímenes de androide biológico, pues aunque parecían mujeres jóvenes, por sus precisos andares, sus gélidas miradas y la escasa ropa que cubría sus esculturales cuerpos a 16 grados centígrados bajo cero, podían facilmente confundirse con la rubia de Terminator 3. He de reconocer, que hasta sentí inquiteud, pues parecían a punto de lanzarme un rayo helado que hubiese cauterizado cada músculo de mi cuerpo, cada átomo. Les miré a los ojos durante unos segundos, pero preferí dejar de hacerlo, dado el desdén y el profundo desinterés que parecía producirles mi presencia.

Recordé entonces las sabias palabras del trampero que traba amistad con Robert Redford en la película Jeremiah Johnson de 1972: "No hay roca más dura en este mundo, que el corazón de una mujer". Y que lo diga, con la salvedad de que estas diabólicas escenas ya no sólo ocurren en Edimburgo, sino en prácticamente todas las ciudades de nuestra cada día más andrógina, virtual, fría e insensibilizada Europa. El amor se ha desvirtuado y triunfa el transhumanismo capitalista más diabólico y de espectro tecnocrático. Una sociedad constituída por monstruos, pero como decía la insufrible canción...a nadie parece importarle un comino.


Algo parecido a estas "máquinas biológicas" fue con lo que me crucé en Rose Street. Cabe señalar que eran cinco tipas, las 3 de la madrugada y no había un alma en la calle. Tengo suerte de estar vivo...


Los cerdos del Instituto Tavistock saben bien lo que hacen con todos estos pseudoartistas que parecen haber surgido de la nada. Lo mismo ocurre con tanta esclava Mk Ultra del Proyecto Monarca de la CIA (Beyoncée, Rihanna, Lady Gaga y otras). Sus videoclips y sus mensajes encriptados luciferinos, hacen verdadera mella en el subconsciente de miles de jóvenes incautos, que a la postre acaban siendo la carne de cañón de estos peligrosos psicópatas, entrando en una espiral de idiotez, cuyas consecuencias a largo plazo para sus vidas desconocen.



2 comentarios:

  1. En este mundo en el que el ego se erige como el rey de reyes, en el que la partida se juega entre dominadores y dominados, los dominadores llevan todas las de ganar. Y la peor enfermedad que se padece, y para la cual no parece haber un remedio fácil de administrar, es la IGNORANCIA. El ignorante no nace; se hace.
    Al ignorante ya se le va inculcando la ignorancia desde la cuna. Los padres de los ignorantes procuran inculcar a sus retoños sus ignorancias: ir a misa, ser obedientes ante los superiores para no tener problemas, procurar pensar como los demás para no desentonar. El ignorante va creciendo deglutiendo la telebasura, tomando Cola Cola y zampando bocadillos rebosantes de hormonas en los Burger Kings y jaleando a los millonarios. Acuden en manada borreguil a la hora de votar, entregan su voto sin el menor criterio y vuelven a dar su confianza a los mismos por mucho que olvidaran de cumplir sus promesas electorales y les suprimieran conquistas sociales. Entre tanto, la prensa, telediarios, periódicos, etc. ofrecen todos los muertos que se producen en el mundo, pues son esas noticias las que alimentan a la plebe. En tanto el DOMINADOR mueve los hilos del mundo, enriqueciendo a unos ( ellos mismos) y arruinando a los DOMINADOS (el resto).

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  2. Tal globalización y destrucción moral occidental es lo que nos ha traído a esta situación. Ves tiendas, gente, ideales, problemas y "soluciones" que verías en cualquier otro país. Se ha perdido la identidad, la esencia, la cultura. USA ha estirado sus alas, y los demás se han acojonado.
    Los preceptos que hoy se llevan son tan flexibles que permiten extenderse inusitadamente, llegando a la puerta de tu casa lo que ayer creías que no verías jamás.

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